Otros Mundos (Relato inacabado)

1

Otra vez la montaña negra. Otra vez las cuevas. Y los pájaros de otro mundo que las guardan como centinelas. He corrido durante horas -creo. Pero después de descender hasta el refugio, alcanzar el pueblo y descubrir que la iglesia ha crecido como una enredadera sobre los tejados de las casas, vuelvo a estar frente al maldito monstruo calizo, examinando sus poros terribles. Sospecho que se trata en realidad de una molécula gigante e indisoluble –no tiene fisuras, no está desgastada. Las cavernas parecen obra de gusanos gigantes. Ácidos. Aquí arriba no hay ni rastro de agua.
Trataba de llegar al desierto. Otras veces lo había conseguido siguiendo el camino que arranca donde terminan las edificaciones, tomando el curso del río a través de la garganta hasta verlo desaparecer al contacto con la arena. Aún no me explico cómo puede secarse el agua al prender la primera duna, pero me he acostumbrado a que los fenómenos acontezcan sin transición, y los paisajes se sucedan sin previo aviso. Si este lugar estuviese sujeto a reglas, asumiría que la escorrentía abastece el oasis, pero en las naturalezas crionizadas el espacio físico es sólo una trampa mental.
No es una conclusión precipitada. Este mundo concentrado debe pertenecer a mi cerebro- o es mi cerebro. El lago amanece en lugares distintos y el barranco parasita nuevos caminos en cada expedición. Hoy me esperaba antes de llegar al pueblo y poco después de sobrepasar la cantera. Más escarpado que otras veces. Quizás mi muerte esté cerca.
Odio la sensación de habitar un símbolo, o un conjunto de símbolos;  y esta disposición aleatoria de las cosas hace difícil cualquier exploración científica. El misterioso orden de la escenografía es el de las cuentas de un collar, y cada viaje en línea recta descubre nuevas combinaciones del mismo abalorio. Sé que hay un acantilado y unas salinas rojizas al pie de un bosque nevado porque los vi desde el campanario, pero no llegaré a ellas sino por accidente, de la misma forma que descubrí las otras geologías. En cualquier caso, tengo la pobre ilusión de pisar un suelo complejo, una charada particular que no represente miedos reconocibles ni  esperanzas sexuales. 

2

Hoy me sorprendió un período abundante en el penúltimo intento de alcanzar las dunas que fabrican el oasis. Aunque me lavé en el río, aún me incomoda la sangre. Después de acuclillarme tres veces durante el descenso de la garganta para deshacerme de ella, la siento como si aún estuviese ahí. Pegada a mí. Seca. Como todo lo demás en este estúpido interludio, el brote apuntaba hacia otro lugar a pesar de salir de mi vientre. Hacia un lugar más allá de mis rodillas -quizás hacia un hombre.
Conforme descubro nuevas disidencias en este paisaje, intuyo un mundo anterior que lo suministra. No sólo lo intuyo, si no que lo conozco. De ese otro tiempo no recuerdo nada, pero lo conservo todo. Sin él, no podría llamar “lago” al lago, ni “barranco” al barranco.
Contra mi propia razón, he asumido la trascendencia de este lugar y sus elementos -que se refieren a otros fuera de él. Sin llegar más lejos, la visión del oasis me hace y me hará llorar hasta que salga de este bucle. La primera vez eché la culpa a la novedad, a la belleza indiscutible del espejismo, pero ya he asumido la derrota. Nada en esta colección de símbolos (las casas, las salinas, los agujeros en la roca hermética de la montaña) me deja indiferente: cada uno de ellos me abruma con un conocimiento superior al de su apariencia.
Continúo viaje. La mente y una mano puestas en mi entrepierna.
De nuevo el collar de escenas –o la cadena de símbolos- tenía una argolla arbitraria esperándome donde termina el río. Sin más traba que un aluvión de limos, el agua dulce alimenta el acuífero de su preferencia. Nieve adentro, se extiende un lago salino, rojo y denso que ahora empequeñece la obsesión de mis secreciones.   

3
Vista desde cerca, la salina es más grande de lo que preveía. El agua quema, incluso hierve en zonas de poca profundidad, avivada por la acción de los lodos sulfúricos.
Me bañé durante horas, complacida en una visión esotérica: los fangos eran una resistencia eléctrica bajo el dominio de un imán descomunal, un mineral poderoso que convertía la laguna en una caldereta de azufre. Por alguna desviación genética decidí volcarme en esa elucubración sin fundamento antes que discernir por qué no se derretía la nieve de la orilla. De cualquier manera, las dos imposibilidades me pertenecen –o han sido generadas por mí. Razón de más para prescindir de los misterios inmediatos y dedicarme a pensamientos improductivos.
A la salida me tumbé contra la arena improbable que era el hielo. Ni siquiera mi cuerpo consiguió licuarlo hasta  que no tuve intención de extrañarme. Fue entonces, al admitir la sorpresa, cuando vaporicé mis huellas hasta dar con la tierra. Celebré el evento como una victoria de la consciencia, dudo que de la voluntad, y dediqué varias horas a fundir la nieve; primero feliz y desacertadamente, más tarde cabal; intencionada. Escarbé un SOS de veinte zancadas de largo, por si alguien lo pudiera ver desde otro cerebro.
De vuelta al pueblo, recordé que no había anochecido en varios días y me empeñé en provocar la oscuridad por el mismo procedimiento con el que había hecho física la playa mental de la salina, pero no produjo el menor resultado.

4

El pueblo lleva deshabitado desde que yo aparecí. Traté de inspeccionar todas las casas entonces, desesperada por encontrar a alguien a quien pedir explicaciones. No se me ocurrió en aquel momento que ese otro individuo estaría tan perdido como yo. Por eso abrí puertas, descoyunté carpinterías y rompí ventanas cuando fue necesario, decidida a acabar con el hormigón a mordiscos si a cambio despistaba a la soledad. Pero esa puta es como un perro abandonado: te sigue hasta el mismo infierno a cambio de un poco de amor. Treinta allanamientos más tarde y el chucho seguía allí, esperando paciente una señal, leyendo mis gestos, buscando la duda que le dejara quedarse conmigo para siempre.

Trescientas viviendas. Aún unas decenas por visitar y mi orgullo era ya un cuenco de leche caliente para el animal.

La inspección arrojó datos poco concluyentes. Había en el valle representación de todas las arquitecturas, pero los interiores eran de gusto colonial en su mayoría; talla en madera noble y cojines rellenos de plumas de los que trastornan la responsabilidad. Miles de metros cuadrados por estrenar y ningún objeto desvelaba civilización -quizás consecuciones antropológicas o un catálogo de suculencias creativas. De cualquier manera, ninguna casa era exactamente igual a otra, sino que todas eran copias tipológicas repetidas por un cerebro inconstante.
A partir del centenar de registros me concedí examinarlas con los ojos cerrados en un intento de desmotivar al perro. Por eso no preví la diferencia y retrasé hasta hoy el asalto a la última de las edificaciones. Es sin duda la más bella y la más precisa –es obvio que alguna aprensión moral me hizo descartarla en su momento-; la más aislada también. Hasta aquí ha llegado la rigidez desmotivada del resto del rebaño, pero en ella hay signos inequívocos de uso. La cama está a medio deshacer, cepillo en el cuarto de baño y alguien ha dejado una nota limpia sobre el tablero imantado de la cocina: Ahora vuelvo

5

Hay alguien más en mi cerebro -o mis presunciones han sido puramente egocéntricas. Quizás el paisaje me haya imaginado a mi primero y mi presencia aquí es más obra de su determinación que de la mía. Visto así, el episodio de la nieve no es sino un descubrimiento banal, un avance mediocre.

Tras una breve euforia, comprendí que estaba en peligro. El ocupante de la casa podía volver en cualquier momento y su reacción sería del todo impredecible. Salí de allí a toda prisa y rodeé la casa en busca  de un hombre armado y sin compasión, a la vez temiendo y añorando su presencia. Tranquilizada por la visión solitaria y abstracta del pueblo, concilié la respiración y tomé los escalones del porche como límite cabal –al menos hasta que recuperase el valor.

Es del todo imposible. He recorrido la cinta sin fin durante más de cincuenta paisajes consecutivos –si bien la combinatoria no ha sido generosa conmigo-, y hasta ahora nada sugería compañía. Debe ser una trampa de mi inconsciente: necesito un hombre y yo sola me lo he inventado para poder fantasear con la felicidad mientras esté en este mundo. De hecho, ni la nota ni la misma cama aportan el menor indicio de masculinidad: es una guarida neutra, o así la recuerdo ahora que no me atrevo a entrar.

6

Pasé tanto tiempo en los escalones que el viento cambió varias veces de dirección y yo me acostumbré a las nuevas  noticias. Anestesiado su poder, volví a entrar en la casa con prematura familiaridad, sin la menor prudencia. Me apresuré a buscar pelos delatores en las cercanías de la cama y a examinar la caligrafía del aviso con ánimo sesador; incluso observé las cerdas del cepillo con la esperanza de encontrar una deformación clarificadora, pero el otro operaba con una pulcritud imposible –propia de individuos que no existen. Subí a las habitaciones del segundo piso con la ilusión de encontrar una huella torpe, un descuido, una mancha; tanto por armarme de indicios como por encontrar defectos en el desconocido.
Con esa predisposición encontré el taller: yunques, abrazaderas, compases provistos de cuchillas, percutores e impresoras de resinas artificiales en una estancia clara dominada por una maqueta descomunal. Ocupaba tres cuartas parte del espacio; liberado el perímetro del cuarto, herramientas colgadas de las paredes. Apenas tuve tiempo de identificar la montaña y sus cavernas, el pueblo y la misma casa abandonada en la que me encontraba cuando escuché ruido escaleras abajo.

7


Maldigo la propiedad privada, me añusgo con un trago de saliva, desprecio la muerte conceptual del barranco ahora que nuevos presagios colonizan mi córtex.  De repente el sudor, contra la pared, el sudor empático de la pared contra mi piel –tal vez mis propias lágrimas, devueltas-; por fin un martillo con punta de diamante en mis manos, y la respiración, contrayendo la habitación, insuflando volumen. Moriré deshidratada si no lo hago a manos del soldado universal, años sin ver a una mujer, ninguna sociedad que le pase el cargo, violencia libre. Pedazo de carne franco que levanta un cascador de cráneos… y espera.
El inquilino –quizás la inquilina- se toma su tiempo en el piso de abajo. Hace varios viajes al dormitorio principal, se entretiene en la cocina –armarios abiertos, fricción de vajilla, rumor de batidora-, más paseos, paradas en el salón. Parece obvio que el recién llegado se dispone a comer, y entonces pienso por primera vez en el hambre, un dolor profundo, una miríada deglobos de hielo presionan las paredes de mi estómago desde dentro, y yo incapaz de separar terror y apetito ávido –necesario. Me hago ilusiones; la mesa del salón, su distancia hasta la puerta principal, el ángulo de visión de mi némesis y mis ganas de huir. Con una mano optimista en el picaporte, invadida de adrenalina, me creo capaz de destruir el mundo y volverlo a levantar en seis días, sobre todo este mundo que no es más que una cadena de símbolos. Y entonces, el otro cambia de planes; toma las escaleras, me hace boquear en busca de aire, pienso en usar el martillo contra mí misma y salir de este lugar con honor, pero soy demasiado cobarde como para ponerme a salvo. El desconocido se para al otro lado de la puerta, cierro instintivamente las piernas con toda la fuerza que me permiten los muslos y dejo de respirar en la esperanza de un desmayo pedestre, pero el hombre permanece al otro lado de la puerta, torturándome. La lucha por el oxígeno abandona mis pulmones y se traslada al cerebro, trato de noquear mi consciencia dejándome sorprender por la situación -lo que a priori no parece difícil-, pero esta vez la nieve no cede bajo mis pies: sigo allí, me escucho llorar aunque no emito el menor sonido.
Inexplicablemente el hombre gira sobre sus pies, empieza a alejarse, toma las escaleras; yo dejo el martillo en el suelo, grito con todos los músculos de la cara –sin resultado-, me hinco las uñas en el intersticio de las uñas de la otra mano, trato de achicar la angustia, restituir la cámara de aire, meter la nariz, la boca, respirar.
El otro reanuda los viajes por la planta inferior. Permanece durante unos segundos en la cocina. Camina hasta el portón de entrada y se marcha con un portazo definitivo.

8

Tardé en abandonar el taller. Supuse que la salida del desconocido había sido fingida y me esperaba en algún rincón de la casa, parapetado detrás del frigorífico, blandiendo un cuchillojamonero. “Estoy aquí”, dije mientras estaba allí; “Bajo las escaleras”, al bajar las escaleras. “Voy al salón”. Tenía demasiado orgullo para dejarme matar por sorpresa, quería dejar claro al individuo que conocía su juego de sobresaltos y no estaba dispuesta a participar. “No estoy armada...no tengo nada en tu contra. Sólo buscaba un poco de sombra”. La mesa del comedor tibiamente iluminada; sobre ella bandejas de carne roja, cuencos con pan de centeno, calderos con sopas calientes. Frutos secos, pasteles, leche. “Llevo diez días, quizás varios años, recorriendo este mundo”, pretendí  obviar el banquete. “Siento haber entrado por la fuerza. Deduje que estaría deshabitada, como las demás”. Extrañamente esperanzada, aceleré la marcha, casi desesperada por morir o comer hasta reventar. “Me estoy dirigiendo a la alacena”. “Muy despacio”, mentí. “Estoy en el arco que da a la cocina…y avanzando”. En el tablero imantado una nueva nota –la misma caligrafía inexpresiva, ecuánime: No dejes que se enfríe. Espoleada por el descubrimiento, cubrí a zancadas cada palmo del primer piso. “Debajo de la lámpara”, avisé cuando ya había alcanzado el sofá; “Junto al sofá”, cuando prácticamente estaba en el porche. “¡He salido!” La soledad abstracta de las casas prácticamente iguales; su resistencia a parecerse confirmó que el otro se había marchado.
Volví adentro, incapaz de sentirme agradecida sin antes estar satisfecha. “Voy a empezar a comer”, avisé cuando ya había acabado con todo un costillar; “Tomaré ensalada”, al afrontar el postre. Terminé de comer, y volví a empezar, varias veces, hasta que las sopas supieron dulces y la sal me empalagó en los pasteles. Tras la ingesta, me tumbé en suelo, ladeé la cabeza y vomité.

9

Más tarde, después de dormir, después de despertarme con ansias bulímicas y volver a comer para después devolver, después del ánimo revuelto –y el estómago-, volví a dormir, consciente de que aquel era el día de las primeras veces. Hasta aquel preciso día (día sin oposición, sin noche), no había necesitado el menor descanso. Tal vez el condicionamiento de un sol que nunca se marcha, o la seguridad de estar pisando las circunvalaciones de mi cerebro hicieron que me tomase el tiempo como en un sueño definitivo o en un coma profundo. Pero la existencia del desconocido turba todas mis suposiciones; no así el mismo sueño -no es difícil soñar que se duerme y manejar las tres consciencias al mismo tiempo. Sin embargo, resulta del todo imposible compartir este mundo con el otro. Podría decirse que él no tiene voluntad, que soy yo quien maneja sus actos, que me lo inventé para no sentirme sola y ahora lo modifico a mi gusto. También cabe la posibilidad de que necesite ensayar el miedo, sentirme atrapada, para romper la combinatoria caprichosa, predominantemente cíclica del collar de perlas; quizás el mismo terror entrañe una recompensa, o deba a él la aparición de la comida más que a la existencia del desconocido; quizás este señor, o señora, sea sólo una preexistencia más, como las que me permiten identificar los estilos de las casas o asombrarme ante nieve que no se derrite con calor. Pero entonces la intención de clavarme un martillo en la sien sería poco más que predisposición genética al suicidio -y a la esquizofrenia-: yo creando condiciones que justifiquen mi muerte. De cualquier manera, si no me valen las pruebas físicas por ser un episodio más de las psicológicas, la necesidad de imaginar a un individuo invisible se convierte en la prueba más contundente de su existencia.

Contra todas las dualidades ilusión-realidad, el escozor de mi garganta tras el vómito, la incertidumbre de la arcada, la punzada de pánico en el diafragma. Al menos las huellas que quedan en mi cuerpo deber ser ciertas, y celebradas. 

10

La maqueta es increíblemente precisa. Reconozco en ella los tramos menos hospitalarios de la garganta y el delta de caminos que conecta el río con el pueblo; en un ejercicio de realidad aumentada, identifico sin proponérmelo las irregularidades que me trastabillaron al caminar e intuyo un patronaje superpuesto, un mapa de mis colisiones con el terreno. Corroboro el presentimiento al bordear la montaña, a cuyos pies se encuentra la salina rojiza, y sobre su playa nevada mis huellas torpes y la señal de socorro. Cada paisaje, ahora lo comprendo, está inscrito en un hexágono, y sus términos abruptos y sus saltos sin transición corresponden a los encuentros geométricos de sus lados. El ensamblaje promete múltiples permutaciones, composiciones tan arbitrarias como la que contemplo ahora. 
No logro apartar la vista de los accidentes que aún no conozco. Hay una cala pequeña frente a un mar finito y un muelle de madera con una barca de pesca en la base de un acantilado. La perspectiva de una posible huida entorpece mis pensamientos -o los estarce de optimismo. “Quizás tras ese hexágono haya un océano y no esté controlado por las leyes absurdas del panal de abeja”.  En la dirección opuesta, otra montaña, de la que nace un glaciar escaso seccionado por el prisma imaginario que lo contiene; un vertedero, una dehesa de encinas bajas, y otro asentamiento -al menos tan grande como el que habito. Sobre la maqueta, varias piezas autónomas: el barranco, una formación de estatuas monolíticas y un cráter adhesivo. De alguna forma, las impresoras –de las que presumiblemente ha salido todo esto- sobrevuelan el escenario; o aún peor, son parte de él. Y podrán alterarlo. 

11

Me siento extrañamente agradecida ahora que he observado todo lo que existe. Mejor aún, he visto la representación de todo, y no he comprendido sus mecanismos. La maqueta me ha hecho experimentar la esperanza por primera vez -aunque me desconcierta haber reconocido el sentimiento. De todos modos, lo único realmente importante es que cuanto vi en el taller me sobrepasa, oblitera mi imaginación; lleva necesariamente la firma de otra persona.
No puedo evitar fantasear con el desconocido; una ilusión me ha llevado a la otra y casi necesito unirlas para consolidar sus existencias. Quiero pensar que esta es su casa, que él mismo tiene alguna relación con la maqueta: la está protegiendo, o se encarga de su mantenimiento –es un restaurador de mundos o un escultor. Me emociona creer que ha salido de sus manos, y el mismo deseo hace que deje de imaginarlo como un violador contumaz, como un guardián dispuesto a matar para salvaguardar su propiedad y empiece a idealizarlo desmedidamente. Se trata, naturalmente, de un hombre bueno, de una criatura admirable que lejos de temerme me alimenta, que deja notas cautelosas para no importunar mis ataques de ansiedad, más celoso de las allanadoras como yo que de su propia obra.
Enumero en voz alta sus cualidades morales, por si me puede oír, de la misma forma que retransmitiera mis movimientos por la casa. “Eres lo sustantivo de la bondad, eres precisamentela perfección.” Sin embargo, por más que despliego mi vocabulario de valores abstractos, no logro visualizar la abstracción y la sustituyo por la imagen de un cuerpo concreto definitivamente corpulento. El otro es un titán honesto, de belleza limpia, inconsciente de su fuerza. “Eres un hombre justo”, trato de interceptar la excitación incipiente retrocediendo a virtudes teóricas. “Eres fiel, completamente leal”, aventuro en un intento de replegar mis labios mayores, como si pudiese reabsorber el amor y rescindir la lubricación, pero este concepto no es capaz de tranquilizarme. Muy por el contrario, la posibilidad de una confianza absoluta pulveriza mis contenciones y un nuevo endurecimiento se abre paso entre mis esperanzas. Todo cuanto importa entonces es resolver la intuición contra el almohadón de la cama a medio hacer, descargar mi descubrimiento del desconocido sobre sus propias sábanas, apuntalar la felicidad con un aguijonazo tierno y un quejido prolongado.

12

Volverá. Necesariamente. Aparecerá, porque lo he estado esperando; y la espera exige su aparición como la maqueta exige la existencia del mundo. Yo prescribo su vuelta preparando las camas de todas la habitaciones, extendiendo manteles sobre la mesa hábil del comedor, limpiando la piedra de los muros, ordenando los objetos de la casa -rectificando su alineación, doblegando su orgullo. Y él vendrá. Vendrá auspiciado por el nuevo orden, reclamado por el trasiego de preparaciones que me ocupan.

Tan entregada estoy a los trajines de la espera que a veces lo intuyo dejando huellas húmedas en el porche al ordenar los zapatos en su vestidor. Lo imagino a punto de llamar a la puerta mientras orino, pierdo orgasmos por miedo a no escuchar el timbre de la entrada -me tortura que una desatención eche a perder todo el trabajo.
Sin embargo merece la pena el desgaste, porque este propósito asegura mi supervivencia y hace que olvide la soledad referencial. La maqueta refiriéndose al mundo y el mundo refiriéndose a otro mundo anterior, pertinente, de significados análogos.

Evito pensar también en la manipulación del modelo, en modificar la miniatura, en cambiar el mundo.

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D.I.Y